Juan José Valencia, pintor hiperrealista
Por los años en que se publicaba De revolutionibus orbium coelestium, la obra donde Copérnico expuso su extravagante teoría de que la tierra gira alrededor del sol, la pintura al óleo era la tecnología más avanzada para crear imágenes visualmente convincentes, en el sentido de parecer reales. Para los ojos de la época, poco habituados a ver imágenes, un cuadro pintado con pericia debía dar efectivamente la ilusión de ser como una ventana por la que se podía observar cosas que no estaban allí; debía ser literalmente como mirar a otra realidad. Los y las artistas de entonces se entrenaban a conciencia, fundamentalmente porque su sueldo dependía de ello, para ser capaces de generar las representaciones más logradas y verosímiles de la realidad visual. Para aquella gente no se trataba de una cuestión teórica o estética, sino de ganarse la vida: la floreciente burguesía que comenzaba a proliferar en los centros urbanos más importantes demandaba para sus hogares ilustraciones capaces de situar en sus paredes recreaciones creíbles de objetos, personas y paisajes; quienes fueran capaces de crear cuadros más fascinantes, con una ilusión de realidad más cautivadora, tendrían también mejores opciones de labrarse un futuro en la pintura.
El resultado de aquellos esfuerzos, que eran más pragmáticos que programáticos, con el tiempo fue convirtiéndose en la codificación de la pintura –los hallazgos técnicos se acaban constituyendo en lenguaje–, por tanto de la imagen –los lenguajes eficaces se trasladan a otras disciplinas– y por tanto de la mirada, que se entrena inconscientemente para asimilar estos lenguajes nuevos: como más tarde demostraría Cézanne, no elaboramos las imágenes a semejanza de nuestra forma de mirar, elaboramos nuestra forma de mirar a semejanza de las imágenes que vemos. Quizás el ejemplo más obvio sea la perspectiva: inventada como un sistema geométrico para ordenar la ilusión de espacio en la pintura, sus resultados son tan efectivos que pronto pasa a ser concebida prácticamente como el sistema “natural” con que las cosas se dan a ver, hasta el punto en que la propia pintura de Cézanne, que superaba las limitaciones de este sistema, era vista como defectuosa. Y es que las personas occidentales sentimos tan cercanas las imágenes ordenadas según las reglas de la perspectiva como ajenas o exóticas las que se regulan por otros sistemas. Como sabe y pinta perfectamente Juan José Valencia, no observamos las cosas con una mirada ingenua: aquello que vemos es un constructo condicionado por los filtros de las imágenes que forman parte de nuestra cultura.
Y la mirada actual está regulada por las codificaciones de una inabarcable cantidad de fotografías estáticas –en publicidad y en las redes– y en movimiento –en cine, televisión o, nuevamente, en redes–, que recibimos a través de un enorme repertorio de pantallas. Estas imágenes establecen unas determinadas retóricas visuales que abarcan desde las composiciones y encuadres hasta los efectos de luz, texturas y demás cuestiones formales, enfoques del tema y estilos visuales y, subsidiariamente, el repertorio de aquello que es aceptable registrar en los soportes digitales contemporáneos. Adicionalmente, la imagen contemporánea se ha tecnificado en extremo a través de los sistemas de edición digital, de manera que puede decirse que se ha vuelto hiperreal, es decir, con mayor detalle, contraste, espectacularidad y atractivo que la propia realidad, que, por comparación, se ha vuelto aburrida. Las imágenes tecnológicas actuales han contaminado nuestra mirada hasta el punto en que no percibimos su apariencia como una codificación de lo real, sino como lo real en sí, de manera que nuestra mirada sobre la realidad se ve alterada y tendemos a establecer nuestras jerarquías visuales –lo que es atractivo o interesante y lo que no– en función de su similitud con la textura de estas nuevas imágenes. En este contexto, cada vez es menos de extrañar que, para tantas personas más o menos profanas, la medida de la calidad de una pintura sea que parezca una foto: el contrasentido de entender que una disciplina artística es excelente en la medida en que parezca una cosa distinta a lo que es, se justifica en la creencia inconsciente en que la imagen fotográfica refleja verídicamente lo real.
De hecho, ya en los años 60, en el efervescente clima creado por el Pop-art surgieron una serie de pintores cuya propuesta era generar obras indistinguibles de la fotografía. Aquellos artistas, etiquetados como fotorrealistas o hiperrealistas, no se limitaban a emplear la fotografía como una herramienta intermedia dentro del proceso pictórico, sino que era concebida como el objeto de representación, es decir, la imagen fotográfica sustituía como modelo a la propia realidad, lo que en la práctica suponía validar la fotografía y sus códigos sintácticos y semánticos como realidad en sí misma, digna de ser copiada. Vistas en su conjunto, las obras de aquellos autores remarcaban lo obvio: que vivimos en un mundo de imágenes y que los tránsitos entre lo real y la representación, como a estas alturas está muy claro, ya no pueden fijarse con precisión. Pero además, las pinturas de aquellos artistas devenían la representación de una representación, un juego tautológico con el que se aspiraba a alcanzar el viejo sueño de Zeuxis de pintar una imagen que pareciera más real que la realidad misma. Es decir, un cuadro hiperreal.
A mi modo de ver, los óleos de Juan José Valencia son cuadros hiperrealistas. Esto es porque su pintura está pensada para hacer ostensible que reproduce fotografías, lo cual necesariamente indica que propone un discurso sobre la representación, un discurso que, como veremos, es de índole crítica. Como los hiperrealistas, Valencia toma la fotografía como tema de la pintura pero, al contrario que aquellos, es obvio que su objetivo no es emular la imagen fotográfica, sino discutirla. Sus cuadros, si bien asumen el estatus de realidad de la fotografía –al menos indirectamente–, al mismo tiempo, y de manera muy notoria, lo boicotean. Su pintura evidencia tan claramente su vínculo como su distancia con lo fotográfico, y en esa tensión se abre un espacio para un debate, sensato pero a la vez violento, sobre la representación.
Sin embargo, no se trata de una obra que se reduzca al desarrollo de un discurso teórico. Valencia no es un artista de biblioteca sino de estudio, se desenvuelve como pintor, especula con el sentido de aquello que está pintando y del propio acto de pintar, busca establecer senderos intuitivos y a veces laberínticos para orientarse entre la complejidad de sus temáticas. Pero al mismo tiempo, en sus cuadros, su pincelada mostrenca y fangosa entra en permanente conflicto con la necesidad del ojo de recomponer la figura definida de la imagen que reconoce en el cuadro, y esto genera un efecto, por así decirlo, estresante: la potencia de la superficie pictórica de sus obras evidencia un subtexto aparatoso y avasallador, una perturbación evidentemente intencionada y que impide al ojo “descansar” en la imagen.
Este efecto se inicia desde la propia disposición con que emplea la fotografía. Valencia no pinta una fotografía para emularla y con ello acatar los discursos que contiene sino al contrario, lo hace para debatir con el valor como significante y como significado que esa imagen en concreto tiene en el imaginario colectivo. Esto se hace evidente en el hecho mismo de que este autor reproduce –o mejor, reinterpreta– fotografías bien conocidas, de esas que todos y todas hemos visto o creemos haber visto alguna vez. Dicho de otra manera, Valencia no pinta astronautas: pinta las fotografías de astronautas que forman parte de los repertorios con que las agencias espaciales estadounidense y soviética publicitaron sus logros y construyeron el imaginario de la conquista del espacio. En consecuencia, el tema de estos óleos no es el astronauta que podemos ver en ellos, sino el valor simbólico, semántico o psicológico que esa imagen fotográfica en concreto pueda tener para nosotros; esto es lo que se pone en debate aquí.
Pero, ¿de qué hablamos cuando planteamos el “valor simbólico, semántico o psicológico” de una imagen? Obviamente sabemos que los significados de las cosas dependen de las subjetividades y por tanto son abiertos y flexibles, pero también que funcionan por capas o texturas que se entremezclan de muchas maneras a la vez; desentrañar ese lío requiere una aguda observación. De primeras, las fotografías de los astronautas en el espacio suelen ser asumidas como imágenes sin ideología: a pesar de saber que la carrera espacial responde a los intereses geoestratégicos concretos de las superpotencias, el relato de los hitos de la conquista del espacio los presenta como logros de la Humanidad, aparecen como imágenes de epifanía científica y tecnológica. No se habla de que unos militares estadounidenses estuvieron en la Luna, se habla de que el Hombre pisó la Luna, lo cual es una falacia interesada.
A otro nivel, digamos psicológico, el astronauta flotando en el vacío habla de la ingravidez –como ausencia de suelo– y la soledad del ser humano; a la vez podemos concebir al astronauta como el ser más libre –flotando en el espacio– y a la vez más prisionero –atrapado en su traje espacial–. Quizás esto podría ser visto cómo una imagen melancólica de la propia soledad del pintor, observando sin ser visto, tan importante como invisible; el telescopio que aparece en otros de sus cuadros sería entonces el trasunto del estudio, del lugar de observación. Puede ser que Valencia se interese por estas dimensiones del significado de sus imágenes o puede que no; sea como fuere, pienso que la cuestión clave sobre estos cuadros es que agreden brutalmente la epidermis que constituye el mensaje más potente de las fotografías que pinta: la textura brillante de una imagen definida, contrastada, hipernítida, con el aspecto claro, pulcro, detallado y aséptico que suele acompañar a las imágenes de la tecnología científica, incluso –o sobre todo– a las de consumo. Una epidermis que podríamos también calificar como hiperreal, en el sentido en que parece a un tiempo real e inverosímil: vemos algo que está fuera de la experiencia y por ello es irreal y abstracto, pero que está codificado con el tipo de información visual –precisión óptica, nitidez y detalle– de la que nuestro ojo ha aprendido a no dudar.
Al reproducir estas fotografías con la textura del óleo de pincelada espesa, Valencia pone de relieve lo que falta en estas imágenes: su codificación original, e indirectamente señala cómo esa codificación lustrosa, que echamos en falta, nos condiciona la mirada. En el caso de sus cuadros de la conquista del espacio, se trata de imágenes que no sólo son formidables instrumentos publicitarios sino que de manera general han influido en la construcción del imaginario del progreso entendido en términos científico-tecnológicos. Son ejemplos muy claros del poder de las imágenes para conseguir que nos habituemos a ellas y al hacerlo demos por buenos sus códigos de representación, que deben ser entendidos en términos ideológicos. Al pasarlas a pintura, la apariencia de normalidad de estas fotografías –en el sentido de que forman ya parte de nuestra iconografía cotidiana–se enrarece severamente. Valencia afirma que su pintura trata de “la extrañeza ante lo real y su representación. De las jerarquías y la hegemonía en relación al orden de las cosas. Del desasosiego del espíritu ante esa incertidumbre.” Ésta acaso sea una excelente definición para sus óleos: su pintura es desasosegada, carece de sosiego, revuelca por el barro aquello que consideramos normal.
La conquista del espacio coincide con el final de la modernidad, puede ser vista como su epílogo y su culminación, representa en términos máximos el triunfo de la civilización racional y técnica, la apoteosis del conocimiento científico y de la fantasía de dominio “de la Humanidad” sobre la naturaleza. Incluso, desde otro punto de vista, la carrera espacial supone la realización, en el plano de lo técnico, del ideal espiritual definitivo: la ascensión a los cielos.
Trasladando estas consideraciones al territorio de la imagen, si entendemos que para que ésta funcione –alcanzando todo su potencial de significado– su contenido y su apariencia deben estar perfectamente alineados, es fácil ver que cuando Valencia actúa sobre el plano de la textura necesariamente está reconsiderando el contenido, y por tanto la ideología misma de la imagen. La epidermis irregular, seca y espesa de sus óleos destruye la apariencia original de la fotografía con que trabaja; la pervierte o la desvirtúa. Es como si reprodujera la foto con la piel del revés, inyectando en una imagen de plenitud tecnológica imprecisión, contingencia, carnalidad y vehemencia, tensando la imagen hacia un absurdo: el conflicto extravagante y potente que se deriva de representar la etérea ingravidez de la imagen con la grosera gravedad de la pintura.
Sus óleos aniquilan al mismo tiempo la idea de precisión técnica que buscaba la pintura hiperrealista –portadora de idénticos valores ideológicos que las fotos que imitaba– y la condición de la fotografía como prueba de verosimilitud de la épica científico-tecnológica. Su pintura escenifica un conflicto conceptual y visual aparatoso que devuelve los dos elementos en litigio –la propia pintura y la tecnología científica– resituados en un espacio crítico que pone de relieve las cosas como son: que ambas esferas, la dimensión de lo pictórico y la de la tecnología, no son más que lenguajes codificados, representaciones, a veces tan eficaces que los confundimos con la realidad que vemos.
Dice Valencia que decía Morandi “creo que nada puede llegar a ser más abstracto y más irreal que lo que vemos”. Una buena clave: la observación, si es entendida como un proceso crítico, implica reparar en la naturaleza “abstracta e irreal” de lo que vemos tanto como en el carácter retórico, cultural e ideológico de nuestra forma de ver. Muerto un año antes del primer paseo espacial, Morandi se empleó a fondo en la soledad de su estudio para dar a ver en sus naturalezas muertas las codificaciones de lo pictórico y por ello de la mirada. Valencia reclama el valor de la observación en la época en que las sondas espaciales exploran los puntos más lejanos del sistema solar, sabedor de que hace más de cien años que la pintura al óleo es una tecnología obsoleta para crear imágenes visualmente convincentes: para los y las artistas contemporáneos, la pintura ya sólo es una técnica útil si se practica con una intención crítica. Valencia dirige su mirada hacia las imágenes contemporáneas, reflexionando sobre las retóricas de la representación y las jerarquías de la observación. En sus obras la pintura se desenvuelve en el conflicto que pone de relieve su potencial crítico, mostrando lo que a mi modo de ver es su mayor virtud en el siglo de las imágenes: su espléndida incapacidad para ofrecer una ilusión verosímil de la realidad visual. Carece ya de la capacidad de ser evidencia de verdades o realidades distantes, por ello la ideología de los cuadros está ya para siempre sujeta a la observación crítica, al ejercicio del pensamiento. Esa es la inapreciable vulnerabilidad de la pintura.
Ramiro Carrillo