Exposición realizada en ABM Confecciones en el Barrio de Vallecas de Madrid del 21 de enero al 6 de febrero de 2022.
“La Luna, La Cuesta y el Rey”, Juanjo Valencia
La mirada se eleva más allá de los muros que cercan los cuerpos en el espacio urbano. El espectador, convertido en caminante, apenas se topa en las alturas con algún indicio que delate una presencia humana y, sin embargo, tanto los edificios, a modo de grandes animales indiferentes, como los cielos sobre los que estos se perfilan, parecen estar vivos. La mirada busca el límite y busca, sobre todo, aquello que lo desborda. Lejos queda el centro de la ciudad, donde los objetos se organizan en escaparates y los monumentos aparecen marcados para atraer la atención del viandante. En las calles anónimas la mirada avanza suelta, distraída, dispuesta a reparar en el fragmento y alumbrar conexiones. Se alza la vista y aparecen las grúas, las lunas y las antenas sobre la luz de los atardeceres, como esquemas o signos enigmáticos, en medio del trajín de lo cotidiano. El límite lumínico del día, como la línea del dibujo, parte, destruye, se interpone, al tiempo que crea algo totalmente nuevo. Llega otro mundo, el de la noche. El cambio se introduce de modo gradual, pero provoca algo esencial: una línea abre el espacio de la representación. Así, en el díptico “Zona de exclusión”, el arañazo o ralladura aparentemente accidental del grabado alcanza un orden que permite el encuentro con lo revelado. El papel se transforma en una barrera, en una valla de metal que es también zona de cambio. Luz titilante que deja ver a la vez que oculta. Línea que parte, divide y crea.
Las lunas, tan abundantes en esta serie de Juanjo Valencia, en ocasiones se alinean con las antenas como si una única corriente atravesase la ciudad comunicando un misterio cotidiano. Una fuerza inadvertida late en el cableado que atraviesa los bloques de viviendas. Y entre todos, un edificio, “El rey”. Se nombra así una edificación por su parecido con una torre del juego de ajedrez, pero también por su apariencia regia, porque, en contraste con el entorno, que nada pretende, de pronto ese edificio toscamente construido dignifica de modo un poco irónico el enclave. Como el monte Sainte-Victoire pintado repetidamente por Cézanne, lejos de constituir un elemento más del paisaje, este edificio se impone como una presencia singular que asalta a todos los sentidos, incluido el de la imaginación: esa capacidad exclusivamente humana que nos permite vincular y acercar lo diverso. Cada imagen es obtenida a partir de una cartografía de otras imágenes dispares que nos inundan al aproximarnos al objeto. No se pinta lo que se ve, sino lo que se mira. Mirada que da sentido, que ordena el mundo. El espectador vuelve a mirar lo que ha sido mirado. Como decía Handke a propósito de Cézanne, aquí no deben buscarse cosas especiales, sino “cosas corrientes colocadas a la luz de lo especial”. Materia que en la pintura cobra vida. Objetos y entornos que en el lienzo desafían su precariedad y su vulgaridad para volverse únicos.
Se percibe una cierta atmosfera, un cambio de luz, un movimiento. Llama la atención el que, en la mayoría de estos cuadros, el objeto que podría constituir el motivo no ocupe un lugar central. Éste es desplazado al margen, al rabillo del ojo, como si lo fundamental estuviese sucediendo en los límites, en el borde superior de los tejados, en la fina línea que marca dónde una cosa se convierte en otra: el hormigón en cielo, la luna en mancha. En los límites, en la periferia, la ciudad se vuelve un entorno cálido que irradia humanidad. Los tejados, las casas terreras, los solares, le pertenecen al viandante. Es esta una pintura de los espacios de tránsito, de las hendiduras que agrietan la realidad separando y conectando lugares y tiempos. La rueda de la bandera gitana señala el lugar del errante, del desplazado, de quien se mueve más allá de las fronteras. Frente a ella, la dura simetría de los muros. Una pintada (“Es el fascismo, idiotas”) nos hace recordar que la política, fuera de los despachos y los parlamentos, extiende sus efectos a las discusiones a pie de calle, al humor de quien se toma un café o compra el periódico. Mirar al cielo, dejar que la mirada se deslice hacia los colores del atardecer no supone un ejercicio de escapismo, sino la toma de posición de que quien se defiende con las armas de la inestabilidad, de las incertidumbres. En los márgenes de las ciudades, en los márgenes de la mirada, en los márgenes sociales, esta exposición sondea los espacios de aquella dimensión de la vida que no perdura pero cuya misma inconstancia la convierte en un material secretamente revolucionario.
Sandra Santana